Jeremías 18:1-11, Salmo 139:1-6, Filemón 1:1-1:21, Lucas 14:25-33
Para muchas familias que viven en EE.UU. ya empezaron las clases de nuevo y las rutinas del día a día se tienen que reajustar al nuevo año escolar. En tiempos de escuela los sacrificios son constantes: recorridos diarios para dejar y recoger a los hijos, menos horas de juego, menos televisión y menos paseos, acostarse y levantarse más temprano, hacer y ayudar con la tarea. Para algunas familias no es un sacrificio, es un cambio de rutinas que se asumen como parte de la trayectoria de la vida familiar.
Existen responsabilidades que no suponen un sacrificio. Renunciamos a un fin de semana de diversiones con amigos o familiares, porque debemos madrugar y tomar un curso importante, para una cita médica, o para participar en un retiro espiritual. Renunciar a lo que nos gusta hacer puede ser difícil, pero podría ser más cómodo hacerlo cuando sabemos que vale la pena.
Cuando Jesús nos invita a negar a padres, a madres, a hijos e incluso negarnos a nosotros mismos para seguirlo, nos parece un sacrificio totalmente ilógico y en contra de toda la enseñanza que Dios nos ha ofrecido a través de los siglos. Incluso en los mandamientos, los tres primeros se refieren a nuestra relación con Dios: Amarás a Dios, sobre todo, no tomarás el nombre de Dios en vano y santificarás las fiestas. Los otros siete se refieren a la relación entre los seres humanos, el primero de ellos nos pide honrar padre y madre.
Parecería que Jesús nos pone a competir contra los que amamos, como si seguir a Jesús en un discipulado fuera una relación egoísta y posesiva, algo disfuncional o totalmente injusto.
¡Pero, no es así!
Primero reflexionemos sobre el discipulado. A lo mejor, ahí radica la clave para entender este llamado.
En el tiempo de Jesús existían muchos maestros que tenían discípulos y cada grupo tenía exigencias o sacrificios que consistían en actos externos, como dejar de alimentarse con ciertas comidas o vestir de cierta forma, o repetir ciertas frases con frecuencia. Pero para esos discípulos no se les ofrecía una mayor esperanza, ni ser parte de la construcción del reino de Dios en este mundo.
En el caso de Jesús, Él buscó que los sacrificios fueran una experiencia interna. Jesús constantemente los invitaba a renunciar a pensamientos superficiales y valorar más la intencionalidad o la vida interior, como es el caso de la ofrenda de la viuda, que al poner su ofrenda dio todo lo que tenía con una intención de desprendimiento, o las mismas tentaciones en el desierto, donde Jesús muestra la importancia de la vida interior sobre las posesiones o la fama.
El discipulado es una decisión de entrega total al Maestro. El discípulo de Jesús, vive las enseñanzas del Maestro, no se deja distraer por asuntos superficiales o pasajeros, busca siempre vivir bajo parámetros de justicia, pero no de cualquier justicia, sino la justicia del Reino, como leemos en el evangelio de san Mateo: “Busca primero el Reino de Dios y su justicia”.
El discípulo de Jesús se da por completo a la evangelización, tiene esa prioridad y lo hace a tiempo y a destiempo como lo aconsejaba san Pablo en múltiples ocasiones.
Entonces el discipulado en Jesús, exige un movimiento hacia el mensaje de restauración—a llevar las buenas nuevas de Cristo, viviendo los valores más profundos de la humanidad. Los valores basados en la misma vida del Maestro. Valores que rigen la vida del discípulo, como purificar nuestras intenciones y no buscar recompensas por nuestro servicio de evangelización, trabajar por la justicia e igualdad en la sociedad, crecer constantemente en el conocimiento y la espiritualidad del Maestro.
Entonces, cuando Jesús nos invita a ser discípulos, debemos estar conscientes que es un trabajo las 24 horas del día y los 7 días de la semana, como dice el salmo, “cuando duermo medito en ti Señor”. Esta invitación pide una actitud permanente de disponibilidad y de toma de decisiones buscando siempre movernos más cerca de este Maestro de maestros.
La primera decisión es: ¡aceptar la invitación! Hemos recibido muchas invitaciones en nuestra vida, algunas son claras y después de sopesar las variables, tomamos una decisión. Otras decisiones no son muy claras y al no entender de lo que se trata, entramos en conflicto.
Ahora podemos entender que este llamado al discipulado no es una competencia entre Jesús y los otros seres que amamos.
¿Cuál es nuestra respuesta a ese llamado?
¿Asumimos el reto de esa respuesta?
Digamos que decimos “¡Sí!” quiero VIVIR como discípulo de Cristo. ¡Perfecto! Entonces, eso significa que disfrutaremos, y que asumiremos los momentos de persecución y desconcierto.
Ahora, ¿estamos dispuestos a entender que así es el mundo, tu mundo?
En ciertos momentos tendremos que negarnos a nosotros mismos, para hacer lo correcto, lo cual significa que no dejemos de querernos. Entonces, para hacer lo correcto, debemos negar a nuestros padres, hijos, amigos o gente que queremos y renunciar a nuestros propios caprichos o comodidades para demostrar que aún amamos más a Dios y su voluntad para con nosotros.
Cristo es el modelo de esta respuesta. Reconocemos primero que Dios es el dueño de la vida y que hemos sido creados con un propósito; recordemos que Dios nos conoce profundamente como dice el salmo 139 que acabamos de escuchar el día de hoy: Si yo subiera a las alturas de los cielos, allí estás tú; y si bajara a las profundidades de la tierra, también estás allí”.
Pensemos en este hecho de nuestra fe: si Dios nos conoce, ya Él sabe hasta dónde puede exigirnos. Nunca nos pedirá nada que no podamos lograr. Si Dios nos conoce, sabe lo difícil que es nuestra vida y también los éxitos que hemos tenido. Él conoce nuestra vida profundamente. Incluso, antes de que le pidamos algo, ya está trabajando en enviarnos las herramientas para que podamos vencer. Dios nos conoce tanto, que aún antes de pedirle, Él sabe que lo necesitamos.
Ahora, ¿qué vamos a hacer con esa realidad de fe? Podríamos creer o no creer. Si creemos tenemos la oportunidad de acudir a Dios en todo momento, para escudriñar y descubrir cuál es el propósito de nuestro discipulado para cada día.
Imaginemos por un momento, poder platicar con Dios en nuestro interior y cada día descubrir o redescubrir un poco más nuestro llamado y sobre todo encontrar la fortaleza para mantenernos en la respuesta justa.
Para lograrlo, es importante mantener una frecuencia en ese diálogo por medio de la asistencia y participación activa en la Eucaristía, perteneciendo a algún grupo de oración o reflexión bíblica, involucrándonos en actividades sociales o servicio comunitario, asistiendo a retiros espirituales con cierta frecuencia. Es decir, invertirle al crecimiento del diálogo con Dios en nuestro interior.
Miremos otro aspecto de este llamado u otra realidad de fe. Para responder eficazmente a este llamado, deberíamos dejarnos moldear por Cristo. Eso significa confiar en que Dios puede hacer de nosotros una persona nueva.
Al decir ser moldeado por el mismo Cristo a su imagen, no estamos hablando de un acto mágico o milagroso, aunque en ocasiones lo podría ser. Es reconocer que todo llamado exige una respuesta seria y comprometida, como nos enseñó Cristo a través de toda su vida. Jesús nos enseñó claramente que, negándonos a nosotros mismos, a nuestros padres, a nuestros hijos y hermanos podríamos acceder a esa identificación con Él.
Recordemos también que cuando nuestro orgullo nos domina o cuando nos domina el resentimiento o nuestras propias pretensiones egoístas, entonces no queda espacio para nada más que nosotros mismos. Entonces, necesitamos despojarnos de todo lo que nos distraiga de la presencia santificadora de Cristo Resucitado-debemos amar a Dios más que a todas las cosas que nos distraen.
Lo anterior, aunque parezca complicado, difícil e incluso parezca imposible, lo podemos lograr porque como dice san Pablo en la carta a los Filipenses, “todo lo puedo con Cristo que me fortalece”.
Cuando buscamos la voluntad de Dios en nuestra vida y seguimos a Cristo como discípulos, nos empezamos a rodear de personas que también quieren hacer lo mismo.
Somos invitados a vivir el discipulado en Cristo. Digamos entonces:
¡Sí Señor, acepto seguirte y vivir como discípulo!
El Rvdo. Luis Andrade es rector de St. Helena/Santa Elena en la Diócesis de Chicago y miembro del equipo timón de Academia Ecuménica de Liderazgo.
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